Coartada



Una foto de mercado en un mercado de foto. Lamentablemente, no estamos ante una redundancia. Se trata, más bien, de una metonimia donde el continente pretende confundirse con su contenido. Cuando el Mercado de Santa Caterina exhibe esta fotografía (Xavier Miserachs, El Born, 1962), parece querer impregnarse de un aroma que no es capaz de desprender por sí mismo. Es el aroma de un mundo colmado por el trajín frenético de mercancías, por el reclamo polifónico de los tenderos, por la exuberancia imbricada del género expuesto. Inmortalizado por Zola en El vientre de París, este mundo ha pervivido excepcionalmente en Barcelona mientras desaparecía en otras ciudades europeas. Es apropiado llamarlo “mundo” porque el mercado, tal y como hemos tenido la fortuna de llegar a conocerlo, es un sistema complejo, dinámico y envolvente, un cosmos que solo nos es posible aprehender desde su interior.
Del mismo modo en que el Quijote está contenido en el Quijote o las Meninas lo están en las Meninas, el mercado es una ciudad dentro de la ciudad. Sus pasillos, entretejidos como calles, y sus puestos, organizados en parcelas que conforman manzanas, tienen la estructura de la trama urbana. Y, tanto como una urbs, es también una civitas, un espacio denso e intenso, ámbito de lucha consensuada, catalizador de la conciencia colectiva, telar del tejido social. Por algún motivo lo visitarán los políticos durante la campaña electoral. Por alguna razón se lo llamará con frecuencia “plaza”. Además, al mismo tiempo que es una ciudad dentro de la ciudad, ésta es un mercado alrededor del mercado. En efecto, la razón de ser del hecho urbano, la causa por la cual tanta gente está dispuesta a sufrir las inconveniencias de la aglomeración, reside en las ventajas que ofrece el intercambio mercantil frente a la economía de subsistencia. Como continente y como contenido de la urbanidad, el mercado tiene interés público. Por ello es lícito ocupar la plaza, de forma más o menos provisional, con los puestos de pequeños comerciantes. Por ello es legítimo cubrirla permanentemente con un techo cívico que los ampare del sol y la lluvia. Ocupado o cubierto, sigue siendo una plaza, continúa siendo un espacio público.
Lejos de ser nostálgica, la defensa del mercado es hoy en día más pertinente que nunca. Mientras el lucrativo negocio de las grandes superficies comerciales devasta las costumbres alimentarias de las clases medias, el mercado consolida y difunde la verdadera cultura gastronómica. No la de aquellos michelines estelares que la convierten en un lujo de autor, sino la anónima, la que nos pertenece a todos. La que transmite entre generaciones sabias estrategias para sacar el máximo provecho de los recursos locales y de temporada. La que dilata en el tiempo y en el espacio alimentos perecederos y escasos, consiguiendo que el sabor del jabugo supere al del cerdo fresco o que el del arroz negro deje en ridículo al de una sepia solitaria. Y sin embargo, con el pretexto de que los hábitos de consumo han cambiado, hoy se acusa al mercado de ser algo anacrónico. En lugar de defenderlo de los poderosos intereses que lo amenazan, en vez de dejarlo al menos en paz, la administración pública actúa (aquí sí, el Estado se digna a intervenir en el mercado) para transformarlo. Tras un diagnóstico que confunde el deterioro del edificio con la decadencia de su uso, el nuevo mercado renace acomplejado, obsesionado por parecerse a su propio competidor. Entonces, el trajín de mercancías es desterrado a un carísimo sótano y el reclamo de los tenderos se disuelve en un ambiente climatizado, confinado dentro de una costosa envolvente que le impide mezclarse con el barrio. El consiguiente sobrecoste de esta adulteración lleva a la administración a contar con la participación de operadores privados. Es ilustrativo el caso del Mercado de la Concepció (más apropiado sería llamarlo “de la Concessió”), donde el operador, dedicado entre otras cosas a algo tan impropio del contexto como la venta de electrodomésticos, parasita más de la mitad de la superficie reformada.
Lo que habíamos descrito como una plaza justificadamente cubierta y ocupada deja de ser un espacio público para convertirse en un caballo de Troya. Insatisfecho con haber conseguido una céntrica porción de suelo público, el operador todavía impone la construcción de aparcamientos subterráneos, la instalación de escaleras mecánicas, la adecuación de los pasillos al ancho de los carros de supermercado o la dilatación de los horarios comerciales. Cuanto más se encarece la intervención, más necesario deviene el parásito y más absurdo el anfitrión. Es entonces cuando, pretendiendo que el hábito haga al monje, la administración pública utiliza la arquitectura como coartada. Unas veces esconde sus desmanes bajo una reforma resultona pero discreta; otras, echa mano de la más deslumbrante pirotecnia arquitectónica. El resultado final no necesita más que la lucidez de un Magritte sentenciando “esto no es un mercado”. Porque, en realidad, es solo la representación de un mercado.
Volviendo a la fotografía, el hombre inmortalizado por Miserachs no está exhibiendo el montón de cajas que acarrea. Ocupado en su trabajo, no se preocupa por el efecto que pueda causar en el observador, sino por optimizar el número de cajas que puede transportar en un solo viaje de carretilla. Es el fotógrafo quien, a posteriori, como un antropólogo que arroja una mirada extraordinaria sobre algo ordinario, convierte el montón de cajas en algo espectacular. El Mercado de Santa Caterina, en cambio, está posando. Su celebrada cubierta no se hincha para contener, sino para presumir. En una actitud típicamente guggenheimiana, está pendiente de proclamar su carísima belleza, mientras se mantiene indiferente a la de su contenido. Es así como la arquitectura renuncia a la capacidad (de contener) para convertirse ella misma en contenido. Así pierde la condición de cosmos para reducirla a la de un simple objeto. Por muy voluptuosa que sea su figura, su forma es plana. Ha perdido la recurrencia del Quijote y la profundidad de las Meninas. Pero este ya sería otro artículo.

1 Comment

  1. Hace años que echaba a faltar una crítica como esta acerca de ese monstruito.
    Y a alguien que la escribiera, claro.
    Gracias.

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